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¿Es posible creer en Dios en tiempos violentos?

Por Ignacio Solares
¿Es el ser humano más proclive a creer en Dios en tiempos turbulentos y de violencia? Tal parece que no. Como me dijo recientemente un joven estudiante de literatura en Chihuahua: “¿Qué Dios será ése que me salva a mí de la violencia que padecemos, pero permite que otras miles de personas mueran a mi alrededor?”. No era difícil entenderlo. Recordé ese testimonio terrible de Max-Pol Fouchet sobre el joven Albert Camus. Cuenta que un día paseaban él y Camus en Argelia por una calle a la orilla del mar. De pronto se encontraron ante un apiñamiento de gente. En el suelo yacía el cadáver de un niño árabe desfigurado, sangrante, recién aplastado por un autobús. La madre pegaba de gritos. El padre parecía pasmado. La gente miraba estupefacta. El joven Camus, después de un momento, habiéndose alejado unos pasos del grupo, mostró a su amigo el cielo azul, señalándolo con el índice: “Mira, el cielo no responde”.


Esta simple frase resume el drama de una sensibilidad –y toda una literatura– marcada por el enigma (Enigma) más inescrutable, y que seguramente inspiró a Camus el relato de la dramática muerte de un niño en La peste, ante el cual el doctor Rieux pregunta: “Puesto que el orden del mundo está regido por la muerte de un niño, piénselo, ¿no es mejor para Dios que no creamos en Él, que no levantemos jamás los ojos al cielo, donde Él siempre permanece en silencio?”. Variación de la de Ivan Karamazov de Dostoyevski: “Ante una Creación que tortura a los niños, regreso mi boleto”.


Difícil encontrar a Dios en los escombros del dolor. Nuestra fórmula a seguir debería ser: el menor dolor posible para la mayor cantidad posible de gente. Por eso me parece criminal una Iglesia que está en contra de los anticonceptivos en plenos tiempos del Sida. Como declaró Carlo Caffarra, director del Instituto Pontificio para Cuestiones de Matrimonio y Familia del Vaticano:
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“Si un hombre con Sida no es capaz de guardar continencia ante su esposa, es preferible que la contagie, incluso aunque la embarace, antes que usar el condón, porque el condón está prohibido por Dios”.
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Como diría el joven chihuahuense: “¿Qué clase de Dios será ése?”. Por lo pronto, parece, es la postura más anticristiana que se pueda concebir, basada en la inminencia del dolor, del castigo y del miedo, elementos sin los cuales dejaría de existir la Iglesia católica y los regímenes totalitarios, que a veces van tan unidos, como durante el franquismo. Por eso el escritor español Juan Arias dice que su vida quedó marcada cuando en la escuela de religiosos en que estudiaba, alguno de ellos puso esta leyenda frente a los excusados: “Dios te está mirando”.


Y es también Juan Arias quien rescata la anécdota en la cual el famoso poeta brasileño João Cabral de Melo Neto, cuando estaba por morir, quiso hablar con un sacerdote de la Teología de la Liberación. Le confesó que era ateo, pero que en aquella hora final lo asaltaba el miedo a “aquel infierno que me inculcaron a sangre y fuego de niño”. El teólogo le dijo que, además de no haber un infierno, un poeta como él era quien menos debía concebirlo y temerle, porque eran los poetas quienes habían descubierto su inexistencia. Aquel teólogo era Leonardo Boff, condenado al silencio por el entonces cardenal Ratzinger y hoy papa Benedicto XVI.


Tal vez, precisamente en momentos turbulentos y de violencia habría que volver los ojos a Cristo, quien se rebeló contra el dolor y la muerte. (Ya sabemos que el gran reto de un católico es convertirse al cristianismo). No le gustaban los muertos y los resucitaba. Si es cierto que a Jesús se le encuentra en la pasión y en la muerte, no lo es menos que también está en una boda en donde bebe el mejor vino, en comidas y banquetes en donde se deja besar y perfumar por mujeres que dan motivos para la murmuración escandalizada de los observantes. Lo mismo que sabemos con certeza que Jesús no quería que sus seguidores se mortificaran con las privaciones del ayuno en los días que así estaba ordenado. Es más, en la curiosa parábola de los niños que juegan en la plaza del pueblo, Jesús se identifica con el gozo de un flautista que invita al baile. Por eso, asegura, mientras Juan Bautista ni comía ni bebía, de él se solía decir que era un comilón y un borracho, amigo de los pecadores. Al joven estudiante chihuahuense habría que pedirle que revise el pasaje en el capítulo 11 del Evangelio de San Mateo.


Pero sobre todo, es importante recordar que cuando Jesús explica lo que es el Reino de Dios, expresa la consumación y plenitud de ese Reino, precisamente, con el festín de una boda regia, en la que obviamente el gozo y la alegría debían ser la nota más destacada.


José M. Castillo, en Espiritualidad para insatisfechos –un título que le cae al puro pelo a nuestro tema–, dice: “La encarnación fue un acto de knosis, el acto en que Dios le cede plenamente todo a los seres humanos. Esto nos permite afirmar que la secularización es el rasgo constitutivo de una auténtica experiencia religiosa”.


Si Dios se humanizó, eso quiere decir que Dios se secularizó, se fundió con lo simplemente humano. Y es por eso que en lo humano y secular es donde mejor encontramos a Dios.


Por tanto, es en el gozo de lo laico donde entablamos nuestra más auténtica relación con Dios. La relación que es posible a todo ser humano, sea cual sea la matriz de sus ideas o sus circunstancias, con tal que sea fiel a “aquello” que nos une a todos y, por tanto, al dolor y a la felicidad que nos es común.


Dijo Jesús: “Haced penitencia”. Pero nuestra concepción de penitencia también está equivocada. La palabra de Marcos metanoeite no debe traducirse como penitencia porque enseguida nos refiere al sacrificio y al dolor, a los golpes de pecho, los flagelos y la culpa por no haber atendido el mensaje que dejó un curita frente al excusado de un joven estudiante: “Dios te está mirando”. (Por cierto, como dijo Buñuel: ¿qué sería de la masturbación y el sexo en general sin la “rica” sensación de haber pecado?). Metanoia es propiamente la mutatio mentis, el cambio de la mente, la transformación del alma. Metamorfosis es un mudar de forma; metanoia, un mudar de espíritu. Por eso penitencia podría traducirse mejor como conversión. Conversión con la alegría implícita de vivir bajo la Buena Nueva, en un mundo plenamente salvado del Mal que nos anunció Jesús de Nazareth.


¿Podrán todas estas lucubraciones hacer algo por el ánimo, tan decaído, de nuestro joven estudiante de literatura chihuahuense? Quizá, como tiene razón en su escepticismo, y ya que de una u otra forma, necesita sin remedio “algo” en qué creer, habría que referirlo al rezo maravilloso de un “corregido” Padre Nuestro que Vicente Leñero –escritor cristiano si los hay– imaginó en su obra de teatro Pueblo rechazado:
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Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre. Venga a nosotros tu reino. Hágase tu voluntad en la Tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día, y perdónanos…



Pausa. Eleva la voz.

Perdónanos como nosotros te perdonamos a ti… Padre, yo te perdono que tus estrellas se apaguen. Padre, yo te perdono que tu Tierra no esté en paz, y tiemble, y pierda la cordura. Padre, yo te perdono que tu rosa se marchite. Padre, yo te perdono por la ausencia de mis padres, que no están más aquí. A ellos también los perdono… Padre, yo te perdono por haberme engendrado con violencia, sin haberme podido rehusar, y porque ahora que acepto la vida que me das, me la arrebatas. Padre, yo te perdono todo el Mal que siento que me haces y haces, y de ahora en adelante, cuando rece mi Padrenuestro, te diré con todo mi amor: Perdona mis ofensas, como yo perdono las tuyas.

Texto publicado originalmente en la Revista de la Universidad

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