Fuente: www.elpais.com
“Aquellos electrodomésticos me han hecho más ilusión que cualquier otro utensilio de alta tecnología”. Steve Jobs, alma de Apple, se refería así a la lavadora de su casa, que tardó ocho años en amueblar porque “solo se rodeaba de cosas que pudiera admirar”, según su viuda, Laurene Powell. La elección de una lavadora europea (que tarda más, pero conserva mejor la ropa) sobre una estadounidense fue un debate familiar de semanas.
Walter Isaacson, expresidente de la cadena CNN y de la revista Time y autor de otras biografías de personajes como Einstein, Franklin y Kissinger, entrevistó a más de un centenar de familiares, competidores, adversarios y colegas del fundador y exjefe de Apple, fallecido el 6 de octubre. El resultado: Steve Jobs, una exhaustiva incursión por las luces y las sombras del personaje, que publica la editorial Debate.
Isaacson describe al padre del Mac, del iPod, del iPhone y del iPad como un tipo contradictorio, complejo, fuerte y arrogante, pero también sensible, vulnerable y de lágrima fácil. Un romántico que podía ser déspota y cruel; alguien que dividía el mundo en clasificaciones binarias, entre “iluminados y capullos”.
En pleno proceso de creación del ordenador Macintosh, Jobs se quejó a un ingeniero de que el sistema operativo tardaba en arrancar. Pizarra en mano, calculó: si cinco millones de personas usaban Mac y tardaban 10 segundos de más en arrancar el ordenador cada día, aquello sumaba 300 millones de horas anuales, lo que equivalía a salvar 100 vidas cada año. “Si con ello pudieras salvar la vida a una persona, ¿encontrarías la forma de acortar el arranque en 10 segundos?”, le inquirió al programador Larry Kenyon. El sistema acabó arrancando 28 segundos más rápido.
Quien no tuviera respuestas para Jobs tenía un problema. A los 13 años dejó de ir a la iglesia luterana. El pastor no supo qué contestar a por qué Dios permitía que en Biafra los niños murieran de hambre. No quiso tener “nada que ver con una adoración de un Dios así”.
De sus padres adoptivos, Paul y Clara Jobs, el fundador de Pixar aprendió la importancia de terminar bien las cosas, “aunque no se vieran”. Residían en una casa del arquitecto Joseph Eichler que, inspirado por Frank Lloyd Wright, construía espacios de diseño limpio y estilo sencillo. Aquella fue su visión para Apple. Lo importante era un buen diseño. Lo aplicó a los aparatos y a sí mismo. Sus apariciones con jersey negro de cuello de cisne son diseño de Issey Miyake. Le hizo un centenar. “Tengo suficientes para que me duren el resto de mi vida”.
Sus obsesiones no solo eran estéticas y éticas, también dietéticas. Siempre experimentó dietas compulsivas. En una primera época solo se alimentaba de fruta y verdura. Después, tras leer Sistema curativo por dieta amucosa, de Arnold Ehret, abandonó los alimentos con almidón (arroz, cereales, pan, leche, grano…) y practicó prolongados ayunos. Jobs aseguraba que su dieta vegana evitaba la producción de mucosa y de olores corporales, por lo que no usaba desodorante y se duchaba una vez por semana. Ya con cáncer siguió dietas veganas, acupuntura y tratamientos que encontró por Internet. Medio sedado, rechazaba las máscaras de oxígeno porque su “diseño era horroroso”.
La espiritualidad oriental y filosofía zen le acompañaron a lo largo de su vida. Vegetarianismo y budismo, meditación y espiritualidad, ácido y rock formaron sus años universitarios. De su paso por India se trajo la disentería. Meditaba por las mañanas, asistía como oyente a clases de física en Stanford, trabajaba en Atari y soñaba con crear su propia empresa. Cuando Apple salió a Bolsa, Jobs prefirió no recompensar a Daniel Lotkke, uno de sus mejores amigos de universidad, que estaba en Apple desde el inicio. El cofundador Steve Wozniak trató de remediarlo. Le propuso que le daría exactamente lo mismo que le diera él. “De acuerdo, yo voy a darle cero”. A sus 25 años ya tenía 256 millones de dólares en el bolsillo. La actitud de Jobs hacia la riqueza resultaba algo compleja, escribe Isaacson. “Fue jipi antimaterialista, pero supo capitalizar los inventos de un amigo que quería regalarlos; un devoto del budismo que decidió que su vocación eran los negocios. Semejantes actitudes parecían entrelazarse en lugar de entrar en conflicto”.
Los dibujos animados no escaparon a su perfeccionismo. “No sabría decirte el número de versiones que vi de Toy story antes de su estreno”, recuerda Larry Ellison, fundador de Oracle y gran amigo de Jobs, ambos hijos adoptados. “Aquello se convirtió en una especie de tortura. Iba a su casa y veía la mejora del 10% de secuencias. Estaba obsesionado porque todo saliera bien, tanto la historia como la tecnología, y no quedaba satisfecho si no era la perfección absoluta”. Hoy, Toy story se considera una de las grandes películas de la historia, y sus estudios Pixar tan revolucionarios en la industria cinematográfica como Apple en la tecnológica.
Pero también era un romántico. En el vigésimo aniversario de la boda con Laurene Powell la llevó donde se casaron, a Yosemite. “No sabíamos mucho el uno de otro”, le escribió, “pero nos dejamos llevar por nuestra intuición: me hiciste flotar [...]. Mis pies nunca han vuelto a tocar el suelo”. Aparte de los tres hijos con Powell, Steve Jobs tuvo una hija anterior, Lisa, de la que no se ocupó hasta los ocho años. Pilló a su entonces novia con otro y no se fiaba de su paternidad. También flirteó con Joan Baez, “porque había sido amante de Dylan”, dice una amiga viperina. En su iPod, el genio llevaba toda la música de Bob Dylan y los Beatles.
Con la muerte en los talones, aumentó su creencia en Dios: “Quiero creer que hay algo que sobrevive [...]. Pero a lo mejor es como un botón de encendido y apagado [...]. Quizás por eso nunca me gustó poner botones en los aparatos de Apple”.
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